El pasado julio se publicó en la revista de Renfe un relato mío. Me ha hecho muchísima ilusión estar ahí, amenizando el viaje de todos los usuarios del tren. El tren ha sido siempre mi medio de transporte favorito. Aquí tenéis el relato que podréis ver también en la página 98 de la revista en este enlace : Club Renfe. Número 30
La distancia exacta entre dos mujeres
Yo tenía dieciocho y aún daba los
besos con los ojos cerrados. Él debía tener al menos treinta. Era francés. Y
alto. Su mujer, no. Era muy bajita. Solo recuerdo eso. Lo bajita que era. Y el bebé,
por supuesto. El bebé lo recuerdo muy bien. Todo sigue en mi mente. El vagón. El olor a vómito y a talco.
Su pelo rubio. Los ojos claros de él, tan iguales a los del niño, clavados en
mí. La mancha de nacimiento en el dorso de su mano.
El hombre que se sienta a mi lado
en el AVE, tiene una mancha idéntica en la suya. Cierro los ojos. Y todo
vuelve. Sus ojos grises. El paisaje deslizándose tras la ventana del tren, a toda
velocidad. Entonces, era el tren el que estaba quieto mientras el cielo y los
campos trigueños galopaban furiosos. Ahora el tiempo fuera se detiene, y aquí
dentro todo se desboca. Miro mi reflejo en la ventanilla. La distancia exacta entre
esta mujer y la que fui es de veintiún años, tres abortos y un divorcio. La
distancia exacta entre esa mancha en la mano de ese hombre y la del otro se
desvanece en cuanto alzo mi vista hacia su rostro y descubro los ojos marrones
del hombre que viaja mi lado. Pelirrojo. Unos cuarenta. No es él. Y el tiempo
vuelve de nuevo a detenerse en el vagón, para retroceder más de dos décadas. Cierro
los ojos, como solo saben cerrarlos las chicas de dieciocho que besan a
desconocidos en los baños de los trenes. Y vuelvo a recordarlo todo. Su aliento
en mi cuello. Su mano en mis muslos. El roce de su barba. Recuerdo mi espalda
pegada a la pared de ese baño minúsculo, claustrofóbico. Y de nuevo el tiempo
detenido. El tren detenido. Me quedé media hora en aquel baño. Sin atreverme a
abrir los ojos, hasta que el tren reanudó una marcha vacilante, incierta y
convulsa. O quizá era yo la que me movía así. Como un autómata que sabe que se
dirige de vuelta a un vagón que intuye vacío. Lo estaba. Olía a leche agria y a
decepción.
Ignoro la distancia exacta entre
este tren y aquel. Entre esta mancha en la mano y la otra. Entre la mujer que le
pregunta la hora al pelirrojo y la chica que, con la cabeza apoyada en la
ventanilla, perfilaba con el dedo índice sus labios hinchados. Solo sé que
ambas observan su propio reflejo, mientras se preguntan quiénes son, a dónde
van, si el tiempo corre, vuela, se para o se desboca. Quizá ni siquiera son la
misma mujer. Porque ahora beso con los ojos abiertos, y nunca a desconocidos.
Aunque veintiún años, tres abortos y un divorcio después, fijo la vista en ese
reflejo y veo a las dos, haciendo equilibrios en el espacio y en el tiempo. Y
creo que no me equivoco, juraría que ambas, en un ejercicio de perfecta
sincronización, nos hemos echado a llorar.