Seguimos con Zenda. Con la mujer a la que el viento ayudó a volar.
|
Imagen tomada de Internet |
Puuuuuuuuuuuum
Salta del piso treinta y seis. Debería
estrellarse contra el asfalto en apenas unos segundos. Si todo sucede conforme
a lo planeado verá toda su vida desfilar frente a sus ojos. Así que se prepara
para ver pasar a toda velocidad el patio de su colegio, una Barbie Malibú, un
traje blanco de comunión, un beso en el patio del instituto, la facultad de Filosofía,
una tarde de cine, el interrail por Europa, la boda con Javier, el nacimiento de
Iván, los papeles del divorcio, la nueva novia de Javier. Puuuuuuuuuuuum.
Nada. No hay impacto. Abre los ojos
y ve que apenas ha descendido unos metros. Cinco o seis. El viento la mece
suavemente. Se aleja del rascacielos. Su pelo se alborota y una sensación de
levedad se apropia de ella. Se siente como aquel globo con forma de Spiderman que un día
escapó de la muñeca de Iván.
Así que vuelve a cerrar los ojos
e imagina una nueva vida. Con Javier. Sin Javier. Da igual. Se ve a sí misma
encontrando trabajo. Pagando el alquiler y evitando el desahucio. Recuperando
la custodia de Iván. Conociendo a un hombre encantador en la cola del súper. Y
hasta le da tiempo a aceptar su invitación para ir al cine. Revive una cena con
ese hombre, al que bautiza como Jorge, en un restaurante tailandés al que
siempre había tenido ganas de ir. Deja que la acompañe a su casa. Y hacen el
amor en el ascensor, porque son incapaces de esperar a
llegar arriba. A ese piso treinta y seis donde hace apenas unos minutos fue tan
infeliz. Se besan, se lamen, se desnudan...
Cuando se estrella contra el
suelo, siente un orgasmo tan intenso, tan de verdad que no percibe nada de lo
que sucede alrededor. Ni siquiera que hace ya seis segundos que el viento ha
dejado de soplar.